Si algo hemos añorado este último año es una vuelta a la normalidad. No obstante, desde el punto de vista de un concursado persona natural, lo más deseado es la vuelta al inicio.
A diferencia de las sociedades, con cuya extinción termina su participación en el tráfico mercantil, las personas físicas están, en principio, condenadas a vagar durante su andadura profesional cargando con las consecuencias de su revés profesional o empresarial, esto es, perseguidas por las deudas, por lo que, ante esta perspectiva de endeudamiento permanente, es comprensible la apatía que provoca enfrentarse a una nueva aventura empresarial. Consciente de ello, el legislador en el año 2013 introdujo en nuestro sistema concursal el beneficio de exoneración del pasivo insatisfecho (BEPI), mecanismo a través del cual se efectúa una remisión de las deudas insatisfechas, para lograr un verdadero re-comienzo.
Ahora bien, con los acreedores públicos hemos topado, pues la figura exoneratoria tiene un límite en la quita: los créditos de derecho público, o, en román paladino, AEAT y TGSS. Desde la introducción del BEPI se había discutido sobre el alcance de la exoneración a los créditos de derecho público, toda vez que no todos ellos son concursalmente privilegiados, lo que ha de traducirse en que la concesión del beneficio conlleva desde el inicio la quita de la parte de aquéllos que no tuviera tal calificación, si bien los acreedores públicos defendían la inmunidad de sus derechos y se oponían sistemáticamente a la concesión del BEPI en caso de que no se les hubiesen pagado íntegramente sus créditos y asimismo negaban la posibilidad de que su pago se produjese conforme a las disposiciones concursales, sino que, a su juicio, habían de cumplirse los requisitos de su normativa propia, con independencia de lo que resolviese el juez del concurso.
Sentadas estas posturas, el Tribunal Supremo, en su célebre y celebrada sentencia de 2 de julio de 2019, rompió con el blindaje del crédito público al establecer tanto que el no privilegiado queda exonerado desde el inicio, como que la parte del crédito que no se exonera, por ser privilegiado, ha de incluirse en el plan de pagos que apruebe el juez del concurso, pues no es posible dejar la eficacia del plan condicionada a una posterior ratificación de ningún acreedor, ni siquiera público.
Pero como poco dura la alegría en la casa del pobre, lo que parecía una victoria de los deudores, al haber visto aliviada su carga deudora con los organismos públicos, pronto se vio desautorizada por la promulgación, en 2020, de la nueva Ley Concursal que, lejos de recoger la interpretación del Tribunal Supremo, volvió a la contradictoria redacción contenida en su predecesora, insistiendo en la inmunidad de los créditos públicos.
Como quiera que desde su comienzo las reglas concursales han ido naciendo de la práctica judicial para luego ser positivizadas en las posteriores reformas legislativas, escasamente una semana después de la entrada en vigor de la nueva Ley Concursal los juzgados de Barcelona se apartaban de la literalidad de la norma refundida para seguir aplicando la doctrina del Tribunal Supremo en cuanto a la posibilidad de exonerar el crédito público y, en todo caso, a la obligación de su inclusión en el plan de pagos que se apruebe en sede concursal, sirviendo de fundamento a esta interpretación el exceso del poder ejecutivo a la hora de promulgar la nueva ley, pues su actuación debía limitarse a regularizar, aclarar y armonizar las normas concursales, debiendo para ello introducir en la nueva Ley Concursal la doctrina del Tribunal Supremo. Lejos de ello, optó por reiterar una norma ya superada en sede judicial, que únicamente protege al crédito público, en detrimento del derecho de las personas físicas a obtener una verdadera segunda oportunidad, poniendo con ello en riesgo la cultura del emprendimiento y quizás incitando a esos deudores perpetuos a la economía sumergida.
Evidentemente si lo que se pretende es un verdadero fresh start la interpretación que han de seguir los jueces ante los que se solicite el beneficio exoneratorio ha de ser la iniciada por el Tribunal Supremo, y secundada por los juzgados más pioneros, toda vez que las prerrogativas que se conceden a la administración suponen una frustración de la pretendida segunda oportunidad de los deudores que ha ido modelándose judicialmente durante estos últimos años y que tan necesaria se antoja de cara a enfrentar una previsible crisis empresarial en 2022, una vez salgamos del letargo concursal en que nos hallamos incursos actualmente.
Tribuna de opinión publicada en el diario Expansión el 16 de junio de 2021.
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Erika Fernández
Abogada de Derecho Mercantil y Societario de Vaciero